«Es hora de implicarse, de ser parte de los cambios y de no estar pasivamente esperando que otros los hagan, mientras cómodamente criticamos lo mal que vamos».
El tema de las reformas constitucionales continúa generando controversias, discrepancias y hasta mini manifestaciones plurales frente al Congreso de la República.
Dos posturas han sido presentadas y defendidas por grupos catalogados como contrapuestos. Una, que promueve la aprobación de la propuesta presentada por, entre otros, CICIG/MP y que consiste, sustancialmente, en la creación de un órgano independiente administrador y gestor de recursos humanos y económicos del sector justicia, y el mantenimiento de la Corte Suprema como ente propiamente juzgador. De esa forma, dicen, se separa la gestión de la impartición de justicia y se optimiza el rendimiento, algo que ocurre en la mayoría de los países del mundo.
Otra, se ha enconado y abandera el lema de “NO” a las reformas, porque aduce que se crearía un ente todopoderoso con idénticos vicios a los que existen actualmente. No ven la utilidad de hacer “bicéfala” la cabeza del organismo judicial y se oponen a los cambios.
La última movida ha sido llevar la discusión -preñada de ideología- al Congreso y apoderarse del palco en el hemiciclo para reclamar sus legitimaciones. Los primeros en hacerlo -en un tono medianamente moderado- fueron los que apuestan por aprobar los cambios. Llevaron pancartas y, obviamente, presionaron a los diputados. Posteriormente, fueron los “negacionistas” quienes hicieron lo propio, y el espectáculo consistió en ver quien entraba más “porristas” o acarreaba mayor número de personas para hacer el correspondiente ruido que apoyara “su” causa.
Si cuenta a los asistentes a cada llamado, verá que apenas se puede jugar un partido de futillo entre todos, por falta de alineación, pero sobre todo de árbitros. Si escucha los videos en los que se preguntaba a los asistentes cuál era la razón de fondo y el sentir de lo que promovían, el silencio o la charlatanería era la mejor respuesta que se podía obtener. En definitiva: una minoría, “muy mínima”, terminó por apropiarse del debate nacional.
Las reformas constitucionales “originales” se sustentaban en tres pilares: suprimir el derecho de antejuicio a los diputados, incluir la jurisdicción indígena y cambiar el sistema de elección de jueces y magistrados. En teoría -aunque parece que no fue así- había consenso porque la propuesta había sido discutida con muchos grupos.
La realidad, dicen algunos, es que se pactó entre pocos y luego se asumió el borrador en un proceso “socializante” muy peculiar. En cualquier caso, los diputados decidieron, unánimemente y sin debate, dejar el antejuicio como está, con lo que la pretendida voluntad de poder investigarlos sigue supeditada a la decisión judicial previa. El tema de la jurisdicción indígena fue retirado porque, a mi parecer, no se supo explicar ni se entendió y era muy difícil discutir sobre algo que ni quienes tenían que aplicarlo conocían, aceptaban y/o deseaban. Solo sobrevivió la modificación del 209 como último bastión.
Expuesta la situación del conflicto, es preciso recapacitar sobre las bases que generaron las propuestas y que, en definitiva, representan el pilar sobre el que se debe construir cualquier cambio. Las comisiones de postulación no han dado el resultado esperado. Se hicieron cambios, se criticaron, se modificaron, pero lo cierto que es hay un amplio consenso sobre la necesidad de modificar el sistema de elección de jueces y magistrados, porque el actual únicamente ha servido para que grupos de poder -de todo el espectro político- hagan su agosto.
Hay intereses muy diversos: evadir procesos, promover juicios relacionados con el conflicto armado, evitar sentencias, eludir la justicia, etc., que han permitido que personajes, ONG,s o grupos sociales, políticos y hasta académicos se hayan servido del modelo para sus fines personales, y rentabilizado económicamente. Por tanto, es preciso cambiar un inútil sistema si de verdad se quiere salir del atolladero judicial y no “ser como Venezuela”, lo que requiere reformar el sistema para que la justicia no este politizada ni la política judicializada, como ocurre en aquel país de autoritario gobierno.
Habida cuenta que el consenso sobre el cambio es aceptado por la mayoría de los ciudadanos, lo que hay que promover, en contraste con esos grupos, es un debate sosegado, sensato, técnico y de oportunidad para acordar cuál de los posibles modelos -que son muchos más que el presentado- sería mejor para el país.
Se puede separar la administración de recursos y la judicial -tendencia por otra parte mundial- pero de muchas formas: puede haber un único presidente u organismo que gestione ambas, crear un elemento administrador independiente o dependiente de la Corte Suprema, adoptar un sistema que de forma matricial aborde los dos campos, etc. En pro y en contra de esos modelos encontraremos -si permiten discutir y disentir- ideas que seguramente nos irán aproximando al mejor modelo posible.
Esa discusión debería exigirse y darse en el Congreso, que es el parlamento nacional habilitado para los debates políticos, y este es uno de ellos. Impedir la discusión parlamentaria es imponer un silencio forzado a lo esencial de las democracias modernas: el debate. Sin análisis, discusión y debate, no se sustenta ningún modelo democrático y eso es, nuevamente, lo que nos puede llevar a sistemas autoritarios, al “fundamentalismo democrático”.
La grandeza de la democracia es la búsqueda de soluciones y consensos por parte de las mayorías, sin afectar ningún derecho de las minorías. Cualquiera puede proponer sus argumentos, independientemente de cuales sean, pero no se puede permitir la negación por cualquier forma de presión de la necesaria discusión que es lo que está ocurriendo.
A lo anterior, hay que echarle su sal y pimienta, y esa la ponen diputados y magistrados. Entre los primeros hay delincuentes procesados, huidos, encarcelados y en “vísperas”. Es por ello que, será muy difícil que un parlamento integrado por un significativo porcentaje de facinerosos aborde una discusión seria sobre la modificación de un sistema que puede terminar enjuiciándolos, y prefieren dejar las cosas como están que, a la fecha, demuestra ser mucho más útil para ellos.
No podemos esperar una reacción diferente salvo que sean “convencidos” por quienes tienen la soberanía real: los ciudadanos. Los segundos -los magistrados- también están cómodos haciendo su agosto con algunas sentencias ad hoc que engrosan sus cuentas o son parte de su promoción profesional. Sobran ejemplos de jueces encarcelados por connivencia con la corrupción, o señalados y a la espera de alguna decisión. También hay grupos que presionan para que ciertos jueces se conviertan en “estrellas” y tengan su minuto de gloria frente a casos forzados, sin observancia del debido proceso, pero mediática e internacionalmente empujados ¡Otro despropósito!
En medio de todo esto hay no menos de 15 millones de ciudadanos que se dejan llevar por la ola o malamente se informan que “eluden” la responsabilidad del cambio que necesita el país, en la dirección que corresponda y a la velocidad que se decida, pero que hay que acometer. Una falta de liderazgo desde el Ejecutivo y desde la inexistente oposición política refuerza todo lo anterior.
Es hora de tomar al toro por los cuernos y dejar de mirar a otro lado que no sea al que corresponde. Hay que buscar los mejores cambios posibles y dejar de perder el tiempo en inútiles cacareos o en demandas que nadie hará por nosotros.
Hora de implicarse, de ser parte de los cambios y de no estar pasivamente esperando que otros los hagan mientras cómodamente criticamos lo mal que vamos o nos preguntamos la razón de tanto atraso. Es momento de cambio. Y si no lo hace, sus hijos y nietos deben, al menos, tomar como referencia el año 2017 y lo mal que nos va su actitud. No debemos escarbar más en la historia para justificar nuestro particular interés e inacción.
¿Está dispuesto a ser “chapín de corazón”? Pues demuéstrelo. Aléjese, o al menos tome la distancia suficiente, de grupos que le quieren “imponer” un modelo y desarrolle, después de leer y reflexionar, su propio criterio. Eso se llama democracia, que es la aspiración social de una forma de vida política que resuelve mejor los conflictos y que permite una mejor convivencia pacífica.
Ahora que lo sabe, ¿qué piensa hacer al respecto?
Pedro Trujillo