Una pequeña baja en los índices de violencia no modifica el sentimiento
ciudadano de que seguimos con cifras similares a años anteriores.
El Inacif comenzó operaciones
en julio de 2007.
Durante 2012 se produjo una reducción en el número de asesinatos en Guatemala. Sin embargo, los análisis sobre los resultados son dispersos y de interpretación diferente, y orientan hacia una conclusión mucho más entusiasta de lo que realmente es, a pesar de la disminución reconocida.
Quienes contabilizan los asesinatos por cada cien mil habitantes cometen el error de tomar certeza sólo de las proyecciones, puesto que el último censo poblacional fue en 2002 y desde entonces únicamente se han hecho estimaciones de población sobre la base de un crecimiento de entre un 2 y 3%, según los años.
Por consiguiente, si ese crecimiento no es el real, los datos posteriores es decir las estimaciones hechas por algunos analistas- no son correctos. Por otra parte, según el organismo que las hace y la fecha de la consulta, se puede observar diferencias muy sustanciosas entre unas y otras, lo que evidencia que no todas toman los mismos valores numéricos.
El femicidio representa
el 13% del conjunto
de las víctimas
totales de la violencia
en Guatemala.
Es cierto, sin embargo, que el número de crímenes se ha reducido, aunque como en el caso anterior, los datos no siempre son exactos. Algunos contabilizan los fallecidos a consecuencia de arma de fuego o arma blanca, y obvian, por ejemplo, las muertes por asfixia (incluidas en el informe del Inacif) que son resultado de actos criminales. Tampoco se registra la delincuencia en general, o sea los actos delictivos que no generan víctimas mortales: robo de motos, asaltos, agresiones, etc., pero que inciden significativamente en la percepción de seguridad.
A fin de cuentas, el ciudadano percibe y juzga la violencia (o su reducción) sobre la base del amplio espectro de los delitos que se comentan y no en relación a las muertes violentas de las que generalmente está ausente o alejado.
Al respecto, surgen dos temas que conviene traer a colación. Por una parte, el significativo incremento de denuncias por agresiones sexuales, principalmente en niños (varones). En 2011, el informe reflejaba 277 y en 2012 se incrementó a 924 (de un total de 4,859 casos), lo que representa un repunte importante.
Ello con el agregado de que esos hechos delictivos se producen mayoritariamente (sin contar la capital) en departamentos con población indígena, lo que revela un fenómeno poco estudiado e incluso ignorado en el debate nacional. Por último, y también importante por cuanto impacto posee en las políticas públicas nacionales, indicar que lo que se ha venido a denominar femicidio representa un 13% del conjunto de víctimas, muy alejado, por ejemplo, del 27% (el doble) que señala el Global Study on Homicide 2011 para Europa, a pesar de haberse construido todo un mito sobre el tema que ha generado nuevas instituciones.
La reducción del número de crímenes en el país no se refleja
en el costo por la inseguridad, que cada día aumenta.
La violencia, lejos de visualizarse exclusivamente desde una perspectiva numérica, debe entenderse desde una óptica de percepción. No es tan importante la reducción del número como el que la ciudadanía perciba que realmente hay un descenso importante. De hecho, podría incluso producirse una disminución sin percepción real de la misma o viceversa. Por tanto, una pequeña baja, tal como ha ocurrido en estos años, no ha modificado el sentimiento ciudadano de que seguimos con índices muy altos y similares a otros años, que afectan sustancialmente la vida y el desarrollo económico del país. Quizás otras políticas públicas, orientadas a incidir en la percepción, pudieran proveer beneficios mayores.
Uno de los aspectos que más incide en la percepción es que lejos de reducirse el costo por la inseguridad, se ha incrementado. El empresario, esencialmente, aunque también cualquier ciudadano, puede ver que sus gastos en seguridad son más altos, y que esa “reducción” anunciada por el gobierno y algunos analistas no impacta en ese rubro. Por el contrario, se han incrementado los costos y las compañías de seguridad privada.
Es por ello que, difícilmente se podrá sentir un efecto positivo de la gestión pública en esta materia, mientras aquel que sufre las consecuencias físicas y económicas de la violencia no sienta que efectivamente el gasto disminuye.
Hay también otros costos que no se analizan pero que inciden en la economía de la ciudadanía. Me refiero, en concreto, a los negocios que no pueden desarrollarse o terminan en proyectos frustrados producto de la imposibilidad o la gran dificultad de emprenderlos en determinados lugares de la capital o del interior del país: turismo, deportes al aire libre, tiendas en ciertos barrios, bodegas o empresas en determinados lugares, explotaciones petroleras, hidroeléctricas o electrificación y atracción de inversiones extranjeras, por mencionar algunos de los muchos casos posibles.
De allí la percepción asociada a la realidad y a los costos de la violencia, donde el gobierno debe poner la atención necesaria. Una reducción numérica no siempre es útil si no se acompaña de la correspondiente percepción ciudadana positiva y de la significativa reducción económica de los costos asociados a la violencia.
De lo contrario se puede interpretar como de hecho ha ocurrido en esta ocasión como un maquillaje de cifras, eventos o resultados tendentes más a presentar logros políticos que realidades económico sociales, lo que termina por revertirse y, sobre todo, no alcanza los objetivos deseados por la ciudadanía que aspira a reducir los parámetros indicados.
¿La labor empresarial?, será entonces colaborar con los medios privados al servicio público (cámaras de vigilancia) y exigir mejores resultados al administrador político.
Pedro Trujillo
Analista político
Revista GERENCIA
editorialgerencia@agg.org.gt
Con información de: www.miradorprensa.blogspot.com